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4 de agosto de 2016

Terrorismo:
Máscaras trágicas de una guerra imposible

por Eugenio Raúl Zaffaroni*

 

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Los cruzados de la guerra al terrorismo no parecen advertir que esa guerra es imposible, porque el terrorismo es un recurso violento perverso, pero no un enemigo concreto. El enemigo podría ser quien lo emplea, pero no el recurso mismo: no puede haber una guerra contra las minas antipersona, por perverso que sea su uso.

Esta guerra imposible hace del terrorismo un difuso concepto mediático abstracto, pero si la criminología quiere hacer algo para prevenirlo, no tiene otra opción que considerar los hechos concretos, donde identificar la diversidad de los fenómenos.

Por un lado, hay un grupo político que, con pretexto religioso, emplea métodos aberrantes y criminales, lo que no tiene nada de nuevo, porque han existido otros muchos a lo largo de la historia.

Por otro lado, es evidente que se manipula el concepto abstracto, para considerar terroristas a todos los que no gustan a algún poder. Esto tampoco es nuevo; hace un siglo eran anarquistas, ácratas, etc.

Pero entre los hechos concretos que cabe observar, llama la atención que en Europa aparezcan solitarios que cometen atrocidades en nombre de un movimiento al que no están vinculados y de una religión que no profesan, que nacieron y crecieron en el mismo suelo que sus víctimas y que se expresan en su misma lengua. En Estados Unidos se reiteran fenómenos parecidos, que no pueden explicarse sólo por el fácil acceso a armas.

Respecto de estos casos, seguramente se sostendrá que se trata de algo nunca antes visto. Pero si bien la particularidad de todo fenómeno es irrepetible, la base común que permite acercarse a su criminodinámica no es nada novedosa.

Los cruzados de la famosa guerra suelen repetir que el terrorista desconoce la condición de persona de sus víctimas. Si bien esta es una notoria obviedad, es la punta del hilo desde la cual desenredar la madeja que envuelve la aparición del solitario.

La Declaración Universal de 1948 prescribe que todo ser humano es una persona. No obstante, en la realidad social, este deber ser sólo un objetivo a conseguir, por el cual debemos luchar continuamente, pero que está lejos de ser alcanzado.

La palabra persona evoca la máscara del antiguo teatro griego. ¿Significa esto que en la vida real carecen de toda máscara los que son considerados como no-personas? No es cierto, porque desde el interaccionismosabemos que todos llevamos alguna máscara en esta dramaturgia mundial.

Esto se explica porque para no considerar persona al otro, es también necesario colocarle una máscara diferente: la de enemigo, real o potencial. La máscara de enemigo oculta el rostro del ser humano satanizado (se puede inventar el neologismo enemizado, porque Satán en hebreo significa enemigo).

La máscara de enemigo oculta el rostro del ser humano, lo que explica que el satanizador (enemizador) pase a ver en el pacífico y simpático vecino de ayer, sólo a un otro enemigo como mero integrante de un colectivo diabólico que debe destruirse o neutralizarse por cualquier medio, incluso la muerte.

Pero dejemos al satanizado y pasemos a observar al satanizador. ¿Qué lo impulsa a repartir máscaras de enemigo? No es otra cosa que su propia debilidad subjetiva: necesita saber quién es. Al enmascarar al otro siente que supera su propia fragilidad como sujeto, definiéndose por exclusión: No soy el otro, el negro, el salvaje, el gay, el indio, etc. Soy lo que no soy.

Toda discriminación creadora de enemigos es una semilla de genocidio. Si observamos cómo opera este juego de máscaras en Europa, podremos acercarnos un poco a la criminodinámica de los casos que se consideran nuevos.

La Europa colonialista puso millones de máscaras de potenciales enemigos peligrosos en todos sus colonizados. Cometió crímenes de increíble crueldad, en particular en África. No hubiese podido cometerlos sin el previo enmascaramiento de sus colonizados. Con el curso del tiempo llevó a muchos a su propio territorio, donde su población no crecía al ritmo que necesitaba su aparato productivo.

Pero no los incorporó culturalmente, ni a los inmigrados ni a sus descendientes, porque la máscara del salvaje colonizado había sido asimilada por sus sociedades. Se produce un doble juego de máscaras : el portador de la máscara salvaje adquiere una subjetividad en extremo frágil, siente el peso de ésta en el rechazo social, pero tampoco la asume, porque ya no pertenece a la cultura salvaje.

No necesitamos aventurarnos en el campo de la patología para verificar que, en algunos sujetos, la debilidad subjetiva es tan extrema que les provoca una angustia insoportable, de la que quieren escapar mediante un generalizado enmascaramiento de colonizador, contra toda la sociedad que no acaba de incorporarlo. La fragilidad subjetiva extrema le lleva a responder al ¿Quién soy? con un No soy el enemigo colonizador.

Por otro lado, los crímenes masivos atroces que estos sujetos cometen, provocan una reacción xenófoba que refuerza estereotipos discriminadores, reafirmando el reparto de máscaras de no persona. No es difícil prever que esta reacción agudice la muy marcada fragilidad subjetiva de otros, derivando en nuevos desastres.

En síntesis: el doble juego de máscaras de enemigo no es inocuo, al menos cuando opera sobre personas que, por razones individuales, llegan al extremo de la fragilidad subjetiva y lo vivencian con tal intensidad insoportable, que estallan en brotes de destrucción masiva y, en el fondo, en un suicidio triangular.

En los Estados Unidos operan razones en parte diferentes para producir subjetividades frágiles. El caso europeo parece extremo y más claro. Pero cabe preguntarse si el mundo globalizado (antes llamado occidental), en este momento de transición de paradigmas –al decir de Boaventura de Souza Santos– no está debilitando las culturas con el resultado de reproducción de subjetividades frágiles.

De toda forma, se impone poner especial atención en el reparto de las máscaras, porque se trata de un juego que acaba en un carnaval demasiado trágico, que tiene por escenario un mundo que no logra dotar de la máscara de persona a más de la mitad de los habitantes del planeta.

Eugenio Raúl Zaffaroni para Página 12.

Página 12. Buenos Aires, 2 de agosto de 2016.

* Eugenio Raúl Zaffaroni. (Buenos Aires, 7 de enero de 1940) es un abogado y escribano argentino graduado en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires en 1962, doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales por la Universidad Nacional del Litoral (1964), y ministro de la Corte Suprema de Justicia de su país desde 2003, hasta el 2014 cuando presentó su renuncia por haber llegado a la edad límite que fija la Constitución. Actual Juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos

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